¡Saludos a todos!
Quizás recuerden el libro You Are Not Alone Michael: A Través De Los
Ojos De Un Hermano por Jermaine Jackson, ¿No
recuerdan? Bueno si no lo recuerdan eh aquí el primer capítulo Un Eterno Niño y después de hacer
memoria y de mi retraso tardío :p subiré los siguientes 7 capítulos restantes.
Los extractos del
libro ya mencionado son escritos por Jermanie Jackson en los que rememora
recuerdos de su niñez al lado de sus hermanos en especial con el pequeño
Michael, con Joseph Jackson, el comienzo del grupo Jackson Five, etc. Retomamos
el libro con el siguiente capítulo.
CAPÍTULO DOS
2300 Jackson Street
Todo comenzó
alrededor del fregadero de la cocina. Nuestra madre estaba en medio y por
turnos de a dos, cantábamos mientras dos secaban y otros dos colocaban. La
primera canción que recuerdo fue “Cotton Fields.” Michael todavía era un bebé
en pañales cuando mamá le cogía en brazos y le cantaba esa canción para dormir.
Michael en pañales,
ese es mi primer recuerdo suyo. No recuerdo ni su nacimiento ni a mamá entrando
por la puerta con él. Yo tenía cinco años cuando empecé a cambiarle los
pañales. Todos la ayudábamos cuando podíamos echándole un par de manos extra en
una familia de nueve niños.
Michael nació
hiperactivo, con infinita energía y curiosidad. Si cualquiera de nosotros le
quitaba ojo por un segundo, ya se había metido gateando bajo la mesa o bajo la
cama. Cuando mamá compró la lavadora, daba saltos y botes al ritmo de las
vibraciones. Cambiarle los pañales era como intentar sujetar un pez escurridizo;
deslizándose, dando patadas y vueltas. Si ya era difícil para un adulto,
cambiar un pañal para un niño de cinco años era toda una prueba y a menudo,
Rebbie o Jackie me echaban una mano. Michael tenía esos dedos
extraordinariamente largos con los que solía agarrar mi pulgar como diciendo: “Me estoy divirtiendo haciéndotelo pasar
mal, ¿eh, hermanito?” Cuidar unos de otros es algo que nos
inculcaron a todos, pero desde el primer momento me sentí inclinado a
protegerle a él. Quizá porque todo lo que escuchaba era, “¿Dónde está Michael?”…. “¿Michael está
bien?”… “¿Has cambiado el pañal a Michael?”
“Sí,
madre… lo tenemos… está aquí,” gritaba alguno de
nosotros.
De pequeños, todos
los hermanos crecimos con un miedo casi neurótico por los gérmenes, inculcado por
nuestra madre. En la cocina, cada plato y vaso debían estar absolutamente
limpios, impolutos, sin una gota de agua. Por las mañanas, ¡antes de ir al
colegio pasábamos inspección con un algodón empapado en alcohol detrás del
cuello. Si estaba manchado, había que volver a lavarse. Hablo por todos mis
hermanos, Michael no era diferente. Incluso se preocupaba por los bolígrafos de
la gente cuando firmaba autógrafos. Pero lo que más le preocupaba eran los
gérmenes en el aire. La gente se burlaba de él por usar mascarillas pero todo
se debía al miedo a caer enfermo. Ese fue el origen, aunque después de un
tiempo se convirtió en algo así como un accesorio de moda que le permitía
esconderse y tener un poco de privacidad.
Éramos nueve niños
con su madre y su padre viviendo en dos dormitorios, un baño, una cocina y un
salón dentro de aquella caja de zapatos de poco más de 9x12 metros cuadrados
del 2300 de Jackson Street. Nuestro hogar fue construido en los años 40, en
madera y con un tejado tan frágil que habría volado con el primer tornado.
Joseph decía que éramos afortunados por tener una casa. Otros en el vecindario
lo eran menos, por esa razón nunca nos clasificamos como oficialmente “pobres”.
No teníamos dinero suficiente para comprar nada nuevo pero subsistíamos y
sobrevivíamos.
Mamá sabía cómo hacer
para alargar la comida. En la comunidad negra, un frigorífico era más esencial
que un coche o una televisión. Hacía comida en gran cantidad, la congelaba, la
descongelaba y nos la comíamos. A menudo eran las mismas comidas una y otra
vez: judías pintas, pollo, pollo y más pollo, sándwiches de huevo, caballa con
arroz y comimos tantos spaguetti que hoy día no soporto la pasta. Incluso
cultivábamos nuestros propios vegetales en un huerto que Joseph compartía en el
vecindario: patatas, judías, coles, remolachas, cacahuetes…
Mamá trabajaba en los
almacenes Sears como cajera. Recuerdo que no veíamos el momento de que volviera
a casa. La recuerdo en la puerta, sacudiéndose la nieve de la cabeza y a
nosotros corriendo hacia ella, Michael agarrándola de una pierna y los demás
detrás de él. Entonces ella se sacaba de los bolsillos del abrigo dos bolsas de
cacahuetes. A pesar de trabajar allí no podía permitirse comprar nada en los
almacenes. Cuando lo hacía era bajo reserva y pagando el artículo a plazos
hasta que podía llevárselo a casa. Nosotros no podíamos entenderlo y nos
quejábamos, pero ella nunca lo hacía.
Mis padres se casaron
en Noviembre de 1949 y compraron nuestra casa de Gary por $ 8.500 con sus
ahorros y un préstamo del padrastro de mi madre.
Vivir amontonados
unos encima de otros no era lo más confortable que uno pueda imaginar, pero nos
inculcó una unión y cercanía así como lealtad y fortaleza. Pocos en Gary podían
proclamar tal cohesión en su familia.
El noventa por ciento
de la población de Gary trabajaba en La Acería. Joseph era operario de grúa en
turnos de 8 a 10 horas. Cuando era joven, allá en Little Rock, Arkansas, solía
ir al cine a ver películas mudas y soñaba con ser actor algún día. Acabar en La
Acería no formaba parte de sus sueños, era un trabajo de esclavos.
Antes de conocer a
nuestra madre trabajaba en los ferrocarriles. Después en una fundición en donde
no se podía trabajar más de 10 minutos seguidos por el calor, “los hombres se
desmayaban.” Nadie puede decir que Joseph no conociera el significado del
trabajo duro. Creo que hay que tener un cierto tipo de carácter para eso, ser
alguien endurecido y fuerte emocionalmente. Trabajó como un subordinado la
mayor parte de su juventud y junto con sus raíces de sus antepasados esclavos,
pienso que de ahí procede su insistencia por el “respeto”. Se había ganado el
respeto y eso era lo que esperaba de su familia. También conocía sus
responsabilidades. Cuantos más hijos tenía, más horas trabajaba para traer
dinero extra a casa. Cuando nació Michael, consiguió un segundo trabajo en una
fábrica de productos de alimentación.
Los chicos
procurábamos contribuir en la casa. Tito y yo quitábamos en invierno la nieve
de las calles del vecindario para poner un poco de comida extra en la mesa.
Siempre sabíamos cuándo había recibido Joseph su paga porque había una nueva
pieza de pan y un trozo de carne para el almuerzo en la cocina. Pero también
sabíamos cuándo había sido despedido porque entonces solo comíamos patatas;
asadas, cocidas o en puré.
La Fábrica de Acero
Inland era el final del arcoíris para muchas generaciones de familias. Se decía
que en Gary solo había tres salidas: La Acería, la cárcel o la muerte. Pero
cualquier cosa que el destino pareciera dibujar para todos nosotros, Joseph
estaba decidido a cambiarlo. Cada hora que trabajaba era con eso en su mente.
Nuestra vía de escape era la suya y la de mamá.
Joseph era el mayor
de seis hijos, cuatro chicos y dos chicas. Estaba muy unido a su hermana Verna
Mae, que le seguía en edad. La recordaba a la edad de 7 años leyendo cuentos a
sus hermanos a la hora de dormir. Entonces cayó enferma sin que los médicos
supieran la causa y la vio sucumbir a la enfermedad hasta que falleció. Joseph
lloró durante días incapaz de entender tal pérdida. Que yo recuerde, esta fue
la última vez que derramó una lágrima. Tenía 11 años.
Michael y yo, que de
niños éramos unos reconocidos llorones, odiábamos la dureza de nuestro padre.
Nunca le vimos mostrar una señal de vulnerabilidad emocional. Cada vez que
llorábamos de niños –incluso después de habernos castigado- nos reprendía
diciendo: “¿Por qué lloras?”
Joseph creció echando
de menos y llorando a su hermana. En su funeral prometió que nunca más pondría
sus ojos en la tumba de nadie de nuevo. Una pérdida en su vida selló sus
emociones y mantuvo su palabra: Nunca volvió a asistir a un funeral, hasta
2009.
Cuando era escolar,
Joseph sentía terror por una de sus profesoras, un terror acrecentado por el
hecho de que su padre, Samuel, era director de una escuela superior y creía en
la estricta disciplina y el castigo corporal. Una vez fue llamado a leer a la
pizarra. El miedo le dejó mudo y no pudo leer. La profesora le volvió a pedir
que leyera y cuando no pudo contestar por segunda vez, llegó el castigo con una
vara de madera en su espalda. Con cada golpe, la profesora le recordaba por qué
lo hacía: por desobedecerla. Él la odiaba por ello, pero también la respetaba: “Por esa razón, la escuché y siempre lo hice
lo mejor que pude.”
Papá Jackson hacía lo
mismo. Era la vieja teoría de que para conseguir controlar a alguien, había que
infundirle miedo primero.
Esa misma profesora
organizó un concurso de talentos en la escuela e invitó a cada alumno a hacer
lo que mejor supiera. Joseph decidió cantar pero cuando llegó su turno temblaba
tanto que su tono era también tembloroso y apresurado y la clase entera explotó
en risas. Volvió a su asiento humillado y esperando el castigo. Cuando la
profesora se acercó, se encogió de miedo. “Cantaste
muy bien, se han reído porque estabas nervioso, no porque fueras malo. Bien
hecho.” De camino a casa, Joseph se prometió a sí mismo que “les enseñaría”
y empezó a soñar con “una vida en el mundo del espectáculo.”
Yo no conocía esta
historia hasta hace poco tiempo. Creo que hay algo en Joseph difícil de
conocer. Que es difícil traspasar sus barreras, quizás construidas por el miedo
a la pérdida y reforzadas por su necesidad de respeto. Ninguno de nosotros
puede recordarlo cogiéndonos en brazos o diciéndonos “te quiero.” Nunca jugó
con nosotros ni nos arropó por la noche; no hubo conversaciones afectuosas
sobre la vida entre padre e hijos. Recordamos el respeto, las órdenes, las
instrucciones, pero no el afecto. Conocíamos a nuestro padre tal como era: alguien
que quería ser admirado y que alimentaba a su familia.
Al mismo tiempo que
Michael se esforzaba en aceptarle tal como era, siempre se compadeció de él, no
le juzgó. Lo triste es que no creo que llegara a conocer esta historia que
acabo de contar.
Éramos cinco chicos
compartiendo una habitación. La hermandad crecía más fuerte cada año.
Compartíamos una litera de metal de tres pisos. Tito y yo dormíamos uno en el
cabecero y el otro en los pies. En medio, Michael y Marlon y Jackie en la de
abajo para él solo. Él era el único que no sabía lo que es despertarse con un
pie en la boca, en la oreja o en los ojos.
Nos solíamos ir a la
cama entre las 8:30 y 9:00 p.m. y nos quedábamos más de una hora haciendo
planes para el día siguiente.
Apilábamos columnas de
libros y poníamos sábanas encima creando un tejado. Nos encantaba dormir en el
suelo como si estuviéramos de acampada.
Por la mañana, éramos
el despertador unos de otros. “¿Estás
levantado, Jermaine?” Podía escuchar a Michael preguntar en
un susurro, “¿Jackie?”
mientras Jackie seguía durmiendo unos minutos más.
Después llegaba el caos de los “15 minutos del
baño.” Cuando alguno de nosotros se pasaba del tiempo, escuchábamos a nuestra
madre gritar: “¡JERMAINE! ¡Tus 15 minutos
han terminado!”
Joseph tenía un Buick
marrón que era nuestro sistema de alarma para saber que llegaría en pocos
minutos a casa. “¡Despejen
la casa!, despejen la casa!”. Entrábamos
rápidamente a nuestra habitación y la dejábamos limpia más rápido que si lo
hubiera hecho la misma Mary Poppins. No es sorprendente que Michael y yo
creciéramos como la clase de hombres que dejan tiradas las ropas por el suelo:
cuando creces con tus hermanos en una habitación pequeña, te acostumbras a
saber dónde está cada cosa en medio del caos.
Cuando Joseph se
enfadaba, una mirada suya era suficiente, seguida de las palabras: “¡ESPÉRAME
EN TU HABITACIÓN!” Normalmente recibíamos 10 “whops”. Los llamo así porque era
el sonido que hacía el cinturón al azotar el aire. Cuando éramos castigados,
Michael escuchaba nuestros gritos y por la noche veía las marcas rojas del
cinturón en la piel. En su mente, el mero pensamiento de Joseph castigando era
traumático.
Continuará...