Si de algo sirvió la muerte del rey del
pop es para revivir, al fin, al artista que durante años se refugió del
bombardeo a la sombra de su talento.
Puede que el funeral de Michael Jackson
haya sido lo más parecido a la entrega de los Oscar, con traducción
simultánea en las coberturas de televisión y alfombra roja para la entrada
de los famosos, pero es indesmentible que lo que se vivió el pasado martes 7
de julio de 2009 en el Stamples Center, en pleno corazón de Los Angeles, fue
la ceremonia que, al fin, logró dimensionar en su justa medida el talento
artístico de un hombre que fue tanto más de lo que muchos quisieron o sólo
pudieron conocer: una simple caricatura de sí mismo.
Durante las últimas dos semanas, desde la
repentina muerte de uno de los artistas más completos del mundo del pop, nos
hemos entregado gustosos a la contemplación de la más simple y sincera forma
de revivir la memoria de un creador notable: repasando su legado, sus
canciones, sus coreografías perfectas, sus pasos de baile y aplaudiendo esa
permanente transformación musical que Michael Jackson fue capaz de
desarrollar desde que era quizás demasiado niño para ser estrella.
La muerte del rey del pop, vaya paradoja,
ha sido la forma más efectiva de resucitar a un artista que durante años se
mantuvo a la sombra de su real talento. La excentricidad de su vida, las
acusaciones de abuso infantil y las permanentes transformaciones en su
rostro, entre muchos otros dimes y diretes de pasillo, fue todo lo que
conocimos de Michael Jackson desde principios de los años 90.
Porque después de eso, durante más de una
década y media, entre 1993 y 2009, nos dedicamos sólo a ver a un hombre en
problemas, a un tipo que moría día a día en las páginas de los diarios y, la
verdad, nos daba gusto saber hasta el más sucio de los detalles de su
escabrosa vida para tener más pruebas de una condena que nunca llegó
oficialmente pero que, de una u otra forma, lo llevó antes de tiempo a ese
sarcófago dorado sobre el que hoy todos lloran.
Durante largo tiempo nos perdimos al
Michael Jackson que hoy todos dicen adorar. Al artista que, desde niño, con
la talentosa voz que dio vida y fama a los Jackson 5, lograba emocionar
hasta los corazones más duros del mundo del soul con ese registro agudo pero
intenso que le imprimía a cada una de sus canciones. Lo dijo el gran Smokey
Robinson, en la ceremonia fúnebre, en medio de su discurso de despedida al
chico que alguna vez interpretó con su inocencia canciones escritas por un
adulto con el corazón roto. Se refería a ‘Who’s lovin’ you’ (1969), uno de
los primeros éxitos de los hermanos Jackson, que habla sobre el desengaño
amoroso que el pequeño Michael no conocía pero que sí sentía a su manera.
Con el tiempo, se nos fue olvidando
también el Michael adolescente, esa voz privilegiada que ni siquiera la
molesta pubertad logró arrebatarle las tesituras más altas para conmover con
canciones como “Ben” (1972) o, ya siendo un veinteañero, las notables
canciones que fusionaron el ryhthm and blues con el pop más bailable de “Off
the wall” (1979), su primer disco solista, una de esas maravillas de música
negra que a esta altura del partido ya no pueden faltar en ninguna
discoteca.
Durante años, demasiados, nos perdimos
incluso al Michael que hizo esfuerzos interesantes por recuperar la corona
que lo consagró a nivel mundial con “Thriller” (1982), el disco más vendido
de la historia y que, por cierto, lo seguirá siendo por muchos años más.
Porque Jackson intentó en serio dejar de
ser un número de circo barato para tratar de volver al escenario con dos
discos que muy pocos se tomaron la molestia de escuchar con oídos
desprejuiciados, “Blood on the dance floor” (1997) y “Invincible” (2001),
álbumes más que valorables en su factura y con un par de muy interesantes
momentos pero que resultaron infructuosos para lograr sacarlo de las páginas
amarillas.
A Michael Jackson no lo perdimos de un
ataque al corazón a sus 50 años, lo dejamos de tener entre nosotros cuando
empezamos a preocuparnos más de lo poco que quedaba de su nariz que de la
música que él transformó en una verdadera marca registrada. Esas baladas
corales tipo “We are the world” y “Heal the world” que, cómo no, en el día
de su funeral sonaron aún más solemnes y conmovedoras.
Lo perdimos cuando dejamos de sonreír con
esos videos ridículos que alguna vez filmó con Paul McCartney (“Say, Say,
Say”, “The girl is mine”) y que hasta ahora ya nadie pasaba por la TV. Lo
perdimos las mismas infinitas veces que intentamos, sobrios o no tanto,
tratar de imitar ese paso lunar que dejó al planeta con la boca abierta hace
más de 25 años.
El rey está muerto y enterrado. Lo
perdimos. Pero la resurrección del artista, créanme, es posible si tenemos
algo de fe y logramos expiar nuestros propios pecados. Vale la pena.
Por Pablo Márquez
Centro de Estudios Universitarios - CEU
Centro de Estudios Universitarios - CEU