Llegó la Navidad, y es que este día es más que especial ya que
recordamos el nacimiento de nuestro salvador ‘Jesús’. Haciendo "un pequeño
espacio" a mi día quiero compartir con ustedes un extracto muy conmovedor
y un poco triste del libro “You Are Not Alone Michael: A Través De Los Ojos De Un Hermano por
Jermaine Jackson” recuerda momentos
vividos al lado con el ‘pequeño’ Michael.
EL COMIENZO. ►LOS PRIMEROS AÑOS
CAPÍTULO UNO: Un Eterno Niño
Michael
estaba a mi lado, con los codos en el alféizar y el mentón apoyado en sus
manos. Yo tenía unos 8 años y él cerca de 4. Mirábamos caer la nieve a través
de la oscuridad por la ventana de nuestro dormitorio en Navidad. Las casas de
los alrededores estaban profusamente decoradas con luces brillantes, árboles y
un Santa Claus.
Observábamos
todo esto con asombro desde una casa en la que no había ni árbol, ni luces.
Nada.
Sentíamos
que era la única casa de Gary sin decoración navideña, pero nuestra madre nos
aseguró que otros Testigos de Jehová tampoco decoraban las suyas porque no
celebraban la Navidad.
Desde
nuestra ventana veíamos a los niños jugar en la calle con sus nuevos juguetes,
sus nuevas bicis o con sus trineos deslizándose en la nieve. Nosotros solo
podíamos imaginar lo que era conocer la alegría que veíamos en sus caras.
Michael y yo jugábamos nuestro propio juego en la ventana: Buscábamos un copo
de nieve a la luz de la calle y le seguíamos el rastro hasta ver cuál era el
primero en estrellarse. Esa noche debimos ver docenas de ellos hasta quedarnos
tranquilos.
“Jingle bells, jingle bells, jingle all the
way
Oh what fun it is to ride
In a one-horse open sleigh…”
Ese
es mi primer recuerdo de su voz, un sonido angelical. Cantaba en voz baja para
que nuestra madre no pudiera oírle. Yo me uní a él y cantamos, “Silent Night” y
“Little Drummer Boy”.
Mientras cantábamos, la sonrisa de Michael era de pura alegría, pero sabíamos
que era una sensación pasajera fingiendo que participábamos en esas fiestas y a
la mañana siguiente sería como otro día cualquiera. He leído muchas veces que a
Michael no le gustaba la Navidad, basándose en la falta de celebración, pero no
es verdad. No lo es desde el momento en que mirando a la casa de enfrente
cuando tenía solo cuatro años dijo: “Cuando sea mayor tendré luces, muchas luces. Será Navidad cada
día.”
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Más
deprisa, más deprisa! Gritaba Michael. Iba sentado en un carrito de la compra
mientras Tito, Marlon y yo le empujábamos por la Avenida 23. Imaginábamos que
era un tren. Encontramos dos o tres carros abandonados del supermercado Giants,
tres bloques más abajo. Michael era el “conductor” y se encargaba de hacer los
efectos de sonido.
Le
volvían loco las locomotoras y trenes de juguete Lionel. Cada vez que íbamos
con mamá a comprar ropas a Salvation Army, siempre subía a la sección de
juguetes para ver si alguien había donado un tren Lionel de segunda mano. De
modo que en su imaginación los carros de la compra se habían convertido en
vagones y la Avenida 23 en la vía por la que pasaban. El juego se acabó cuando
la Avenida 23 se convirtió en una calle sin salida.
Si
Michael no estaba en la calle jugando a los trenes estaba en nuestra habitación
jugando con su apreciada máquina Lionel. Nuestros padres no podían permitirse
comprarle un juego completo de trenes, por lo que tenerlo fue un sueño para él
muy anterior al de actuar.
Cuando
nos aburrimos de los trenes, construimos coches de carreras con cajas, ruedas
de coches de bebé y madera de una chatarrería. Tito empujaba a Marlon y yo a
Michael. “Corre, corre, corre!!”, gritaba Michael. Empujábamos los coches calle abajo hasta
que acababan destrozados con las ruedas disparadas cada una por su lado,
Michael tirado por el suelo y yo riendo sin parar.
El
tiovivo de la escuela era otra de nuestras atracciones. “Más rápido, más rápido!!”, gritaba Michael, riendo con fuerza, se montaba a
horcajadas como si fuera a caballo, dando vueltas y vueltas, con los ojos
cerrados y el viento en la cara.
Todos
soñábamos con conducir un tren, coches de carreras y dar vueltas en un carrusel
de verdad en Disney.
Cada
mañana, como un ritual, camino de la escuela parábamos en la puerta del señor
Long para gastar de dos a cinco céntimos en caramelos y chucherías. A Michael
le encantaban los caramelos y para él era un ritual cada mañana que le alegraba
el resto del día. Cómo conseguíamos el dinero para comprarlos es una larga
historia que contaré más tarde.
Cada
uno escondía su pequeña bolsa de papel marrón llena de caramelos como si fuera
oro. La mía siempre la descubrían, Michael escondía la suya muy bien porque
nunca la descubrí. Cuando le recordaba esto ya de adultos, se reía
disimuladamente, cloqueando y riendo nerviosamente; así es como le recuerdo su
risa, entre tímida y cohibida.
A
Michael le encantaba jugar a las tiendas, apilaba unos libros y ponía encima
una tabla para hacer un mostrador. Esta “tienda” la colocaba en la entrada del
dormitorio o en la litera más baja, con él de rodillas detrás, esperando que le
compraran algo. Solíamos comprar entre nosotros cambiando chucherías del señor
Long o pagando con un níquel encontrado en la calle.
Pero
Michael estaba destinado a ser un artista, no un experto hombre de negocios.
Algo obvio cuando un día nuestro padre le preguntó por qué llegaba tarde del
colegio.
“Fui a por unos caramelos”,
dijo Michael
“¿Cuánto pagaste por ellos?”
“Cinco céntavos.”
“¿Por cuánto vas a venderlos?”
“Cinco céntavos”
Joseph
le sacudió en la cabeza, “No los vendas por el
mismo precio por el que los compraste!”
Típico
de Michael: siempre justo, nunca lo suficientemente duro, “¿Por qué no puedo darlos por cinco céntavos?” dijo perdido en su lógica y enfadado por el inmerecido
cachete. Lo dejé murmurando y apilando sus caramelos mientras seguramente
seguía jugando a las tiendas en su imaginación.
Días
después, Joseph le encontró en el patio ofreciendo caramelos a unos niños a
través de la valla, niños menos afortunados que nosotros que le conmovían.
Joseph le preguntó por cuanto los había vendido y Michael le contestó:
“No los vendí. Se los regalé.”
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Más
de veinte años más tarde, visité a Michael en su rancho, en Neverland. Había
invertido su tiempo y su dinero en convertir esos acres de terreno en un parque
temático y toda la familia fuimos a verlo. Neverland siempre se ha presentado
como una extraña creación de una “imaginación salvaje” con el amor por Disney
como única inspiración. La verdad es mucho más profunda y eso es algo que supe
inmediatamente cuando vi con mis propios ojos lo que había creado.
Los
recuerdos de la infancia volvieron a revivir en un enorme flashback: Luces
blancas de Navidad dibujando los senderos, los caminos, los árboles, el
contorno y los canales del tejado de la casa estilo Tudor. Se aseguró de que
fuera “Navidad cada día.”
Una
locomotora de vapor circulaba entre las tiendas y el cine, y un tren en
miniatura recorría toda la propiedad, hasta el zoo. En la casa principal, en la
sala de juegos, había un antiguo tren Lionel siempre en marcha: dos o tres
vagones con las luces encendidas, circulando por un paisaje de colinas, valles,
ciudades y cascadas. Tanto dentro como fuera de la casa, Michael había
construido los mayores trenes eléctricos que se pueda imaginar.
En
el exterior, una pista de coches de carreras y un precioso carrusel con
caballos hermosamente ornamentados. Había también una tienda de caramelos,
donde todo era gratuito, y un árbol de Navidad encendido todo el año. Michael
dijo en 2003 que había construido Neverland para crear todo aquello que nunca
tuvo de niño. Pero también para recrear lo que le divirtió por un corto espacio
de tiempo. Él se llamaba a sí mismo un “fanático de la fantasía” y esta fue su
eterna fantasía.
No
se trataba de alguien que se negara a crecer, sino de alguien que nunca se
sintió un niño. De Michael se esperaba que se comportara como un adulto cuando
era un niño, y regresó a la niñez cuando se hizo adulto. Era más un Benjamín
Button que un Peter Pan.
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