Nada podía habernos
preparado para lo que llamaron Jackson-manía. El caos se convertiría en algo
habitual en cada nuevo concierto en cualquier parte del mundo. Motown aumentó
la protección policial y ensayábamos la “salida estratégica” de forma
rutinaria. A la hora de salir corriendo, cada uno se ocupaba de sí mismo y, sin
distraerse, se iba directo hasta el coche. Pasar por entre los fans camino del
coche podía ser tan confortable como atravesar un enorme rosal. Una vez dentro
del coche no podíamos ver nada por las ventanas porque la masa de cuerpos
eclipsaba la luz del día.
Una vez intentamos
calmarles bajando los cristales de las ventanillas para dejarles un autógrafo:
10 brazos agarraron el trozo de papel como si fueran pirañas haciéndolo
pedazos. Bill Bray gritó, “¡Nunca vuelvan
a hacer eso! ¡Les pueden arrancar los brazos!”
De vuelta al hotel
comparábamos nuestras heridas, cortes, arañazos y magulladuras que se
convertían en recuerdos de cada ciudad.
La cosa más extraña
fue llamar a casa para hablar con mamá y preguntarle si estaba bien y contestó,
“Oh, sí, estoy bien, invité a algunas
fans a entrar y les di algo de beber.”
“¿Por
qué las invitaste a entrar, mamá?”
“Bueno,
no quería ser maleducada y echarlas, ¿no?”
A todos nos gustaba
este tipo de adulación a pesar del miedo a veces por tanta locura persecutoria.
Michael decía: “Ellos
son los que compran los discos y van a los conciertos, los que hacen que esto
esté pasando, no es Joseph, ni Motown, ni nosotros.”
Después de un
concierto y la gran escapada, encendíamos la televisión en nuestro hotel para
ver las noticias locales. Era algo extraño vernos a nosotros mismos en la
televisión. Michael observando a Michael era algo digno de ver. Se estudiaba
tan detenidamente en los trozos de conciertos que ponían como lo hacía cuando
veía a James Brown o a Sammy Davis Junior.
Era el único momento
del día en que estaba quieto, autocriticándose, observando cada movimiento y
buscando cómo mejorar. No sabía lo bueno que era. La gente alucinaba con él en
los 80, pero ya era así en los 70 también. Era electrizante y sabía cómo llevar
a la gente. Hablaba como un líder, no como un hermano de 12 años. “¡¿Están PREPARADOS, colegas?!”
nos decía, o cuando la canción había salido muy bien gritaba, “¡Adelante!” (“Right on!”),
tomando la frase de Marvin Gaye.
Los periodistas
siempre estaban fascinados por el talento precoz de Michael y trataban de
hacerle contestar la gran respuesta a las preguntas menos originales: “Michael,
¿cómo lo haces? ¿De dónde te viene [el talento]?” Michael, normalmente pasando
las páginas de una revista como su barrera de defensa, practicaba el consejo
que le ensañaron en Motown: repetía la pregunta en voz alta para darse tiempo a
pensar en la respuesta:
“Que
cómo lo hago…”
Y entonces venía la
gran respuesta: “La
mayor parte de las veces no sé qué estoy haciendo. Solo lo hago lo mejor que
puedo. Solo actúo.”
Igual que preguntarle
a un pájaro cómo vuela: no lo sabe, solo mueve las alas y echa a volar.
Con tanta adrenalina
acumulada después del concierto, era casi imposible irse a dormir. Pero tampoco
podíamos salir a dar una vuelta a tomar el aire porque las fans no solo
sitiaban nuestro hotel sino también los pasillos buscándonos a nosotros o a
nuestro hombre de seguridad, Bill Bray. Si le encontraban a él, ya tenían a los
Jackson 5. Él estaba siempre en la puerta de la habitación sentado en una silla
o en la habitación de enfrente con la puerta abierta viendo la tele. Su trabajo
consistía según sus propias palabras:
“Asegurarme de que
ninguna chica sube y ninguno de ustedes bajen a buscarlas.”
Una vez, creo que fue
en Chicago, tres chicas subieron justo en el momento en que Bill fue al baño.
Marlon, Michael y yo habíamos pedido al servicio de habitaciones y escuchamos
cómo llamaban insistentemente a la puerta, pero no era Bill, él siempre decía,
“Abran la puerta, jokers.”
Miramos por la
mirilla y vimos a tres chicas tapándose la boca tratando de no gritar. Hasta
que escucharon a Michael preguntar, “¿Quién
es?”
Entonces no pudieron
contenerse. Empezaron a aporrear la puerta, gritando que les dejáramos entrar.
“¡MICHAEL! ¡MICHAEL! Déjanos verte… déjanos entrar… solo un minuto…” De un
lado, tres fans golpeando la puerta como locas. Del otro, tres hermanos con las
espaldas bien apretadas contra la puerta y los pies bien clavados en el suelo
por si acaso las chicas la echaban abajo. Puede parecer una locura, pero cuando
has visto como un montón de chicas destrozan un escenario, no te queda duda de
cuál es el sexo fuerte.
De modo que como las
fans estaban en todas partes, nuestro forzado confinamiento no nos dejaba
muchas posibilidades para relajarnos y respirar, lo que significaba siete
chicos rebosantes de energía rebotando por las paredes. Teníamos que liberarla
de alguna manera y, con el permiso de Bill, solíamos hacer carreras por los
pasillos o ver quién podía ir y volver de un lado al otro más deprisa. Hacíamos
guerras salvajes de almohadas y he perdido la cuenta de cuantos colchones
rompimos utilizándolos de trampolín.
En medio de esta
locura natural, Michael se encontraba en su elemento. Como el gran bromista que
era, acumulaba un almacén de polvos pica-pica, cojines tirapedos, bombas de
peste y globos de agua. Arrojar globos de agua a la gente desde las ventanas
del hotel, dejar bombas de peste en los ascensores y dejar bolsas de agua
colgando de una puerta es un pequeño ejemplo de sus bromas favoritas. Él nos
enredaba a todos en ellas y nuestros objetivos principales eran Suzanne de
Passe, Bill Bray, Jack Richardson y Bob Jones. Suzanne siempre sabía que
tramábamos algo, pero Bob picaba siempre.
Creo que Bill sentía
pena de nosotros, especialmente por Jackie y Tito, de 21 y 17 años entonces,
que no podían salir a los clubes y se tenían que quedar en la habitación viendo
deportes y haciendo maquetas de aviones y barcos, respectivamente. Él sabía lo
duro que trabajábamos, ensayando, viajando, actuando… Bill era un exdetective
asignado por Motown para protegernos. Estaba un poco sordo, así que teníamos
que gritarle siempre. Le llamábamos “Shack Pappy” y le respetábamos
enormemente, principalmente porque aguantaba nuestras bromas. A veces, el ritmo
intenso que llevábamos le hacía quedarse dormido detrás del escenario o en el
hotel antes de una actuación. Michael, rápido como siempre, le ataba entre sí
los cordones de los zapatos y se iba corriendo detrás de la puerta. Después
lanzábamos unos gritos de pánico:
“¡BILL! ¡BILL! ¡SOCORRO!” Entonces se levantaba de un
salto y caía de cara contra el suelo.
En las giras, una de
las cosas que más le gustaba hacer a Michael era pedir al servicio de
habitaciones la mayor cantidad de platos para otra habitación. Pero lo que más
le gustaba eras llamar a uno del equipo con voz de chica y fingir que era una
fan. Jack Nace, nuestro manager de gira y Jack Richardson, nuestro conductor,
eran los objetivos favoritos. Cuando descolgaban el teléfono, Michael se
presentaba como una fan: “Te vi
anoche… me encanta como te veías,” decía con su voz
aguda y le detallaba lo que llevaba puesto para darle autenticidad. “…y yo era fan de Michael pero no podía
quitarte los ojos de encima…”
Yo me reía tan fuerte
que tenía que irme al baño, pero Michael seguía: “¿Qué
aspecto tengo?” preguntaba con una risilla tímida. “Bueno, soy alta, delgada y muy guapa…
todas las chicas me lo dicen… ¿Cuantos años tengo? Casi 16.”
Así seguía unos diez minutos por lo menos, tomándoles el pelo y engordándoles
su ego, pero nunca les decíamos que éramos nosotros.
***
Si hubo una ciudad en
la que no se dejó notar el efecto de la Jackson-manía fue en Mobile, Alabama.
Esperábamos con ganas esta cita porque era un regreso a las raíces de nuestra
madre, pero no tuvimos un cálido recibimiento. Nuestros padres ya nos habían
advertido sobre los prejuicios del Profundo Sur y de cómo las comunidades
negras estaban empezando a levantarse después del boicot en los autobuses en
los años 50 o sobre la violencia del Ku Klux Klan. Habíamos visto hombres
caminando cubiertos con sábanas en sus cabezas y quemando cruces, pero nuestro conocimiento
de la historia era escaso antes de nuestra propia experiencia en Alabama en
enero de 1971.
La primera diferencia
que notamos fue que el conductor de raza blanca de nuestra limusina era frio y
abrupto y no charlaba como los otros que tuvimos. Al llegar al hotel, no salió
del coche para abrir las puertas ni salió nadie del hotel para ayudarnos con
las maletas. Cuando sacamos nosotros mismos las maletas del coche fue cuando
vimos la parafernalia del KKK. Nos quedamos helados. En la recepción del hotel
recibimos el mismo recibimiento. “No creo que tengamos ninguna habitación
reservada para ustedes.” Después de que Suzanne de Passe o alguien discutiera
un rato, conseguimos una habitación.
Todo esto nos hacía
ser más decididos al subir al escenario. Ahora llevábamos la antorcha de
nuestros antepasados, éramos chicos negros actuando para fans negros que podían
ahora identificarse con nosotros. Sus gritos en la actuación de esa noche se
sentían como algo más que Jacksonmanía: sabían a desafío y victoria. Como dijo
Sammy Davis Jr. en 1965: “Ser una
estrella ha hecho posible que sea insultado en lugares en donde un negro normal
no hubiera podido esperar entrar y ser insultado.”
Los recuerdos de
Alabama no fueron tampoco los mejores para Michael, porque cuando dejamos
Mobile en el 727, el avión comenzó a agitarse violentamente, dejando a Michael
–y a mí- petrificado y fuertemente agarrado al asiento y llorando. Cuando las
cosas se calmaron, una azafata fue a nuestro asiento y nos aseguró que se
trataba de algo normal, lo que nos tranquilizó hasta que el piloto arruinó la
calma diciendo que el avión había sido difícil de controlar pero al final lo
consiguió.
Algún tiempo después,
cuando dejamos el hotel para ir al aeropuerto, no podíamos encontrar a Michael.
Bill lo encontró debajo de la cama llorando y negándose a salir porque no
quería subir al avión. Afuera llovía fuertemente y había tormenta.
Hizo falta mucha
negociación por parte de Suzanne, Bill y Jack Richardson. Finalmente fue Bill
quien tuvo que llevarlo sobre sus hombros mientras lloraba y pataleaba. Esto se
repitió en varias ocasiones más e hizo falta mucho amor y consuelo por parte de
nosotros y de las azafatas, además de una buena cantidad de caramelos.
Continuará…
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