miércoles, 1 de julio de 2015

CAPÍTULO CINCO: Grita Libertad / CHAPTER FIVE: Cry Freedom




“Si les gustan aquí, les gustarán en cualquier parte,” dijo Joseph en la furgoneta camino de Nueva York. Nuestro destino: el Teatro Apolo de Harlem –“un lugar donde se crean las estrellas.”

Durante todo el camino desde Indiana nos iba contando su significado y los artistas que habían triunfado allí: Ella Fitzgerald, Lea Horne, Bill “Bo Jangles” Robinson, un bailarín de claqué y… James Brown. El Apolo era la plataforma para los artistas Afro-americanos. “Pero si cometen un error y lo hacen mal, el público se volverá contra ustedes. Tienen que hacerlo bien esta noche,” dijo Joseph.

Nosotros, sin embargo, no estábamos tan intimidados. Al entrar al camerino y abrir la ventana, lo primero que vimos fue una pista de baloncesto. Todos queríamos salir afuera a lanzar unas canastas, pero entró Joseph y todos saltamos fuera de la ventana centrándonos de nuevo. Joseph sabía que el Apolo no era como Chicago. El público del Apolo sabía sobre el espectáculo. Si la cosa iba mal, empezaban a crecer los murmullos y a llegar misiles al escenario; latas, frutas y palomitas. Cuando iban bien, se ponían en pie, cantando y bailando. Nadie salía nunca de allí preguntándose “¿Cómo salió todo?”

Tras el escenario, fuera de la vista del público, hay un tronco de árbol, “El Árbol de la Esperanza” procedente de un árbol caído que una vez estuvo en el Bulevar de los Sueños, como se conoce a la Séptima Avenida; entre el Teatro Lafayette y Connie’s Inn. Según la vieja superstición, los artistas negros tocan ese árbol en busca de buena suerte. Michael y Marlon lo tocaron debidamente, pero no creo que la Suerte tuviera nada que ver con la actuación que dimos esa noche.

Levantamos el Apolo y la gente se puso en pie enseguida. Terminamos ganando el Superdogs Amateur Finals Night y fuimos invitados a volver, esta vez siendo pagados por nuestra actuación.

Lo mejor de hacer el circuito de actuaciones por Chicago era que podíamos estar siempre a la sombra de los grandes. Ya habíamos conocido y compartido escenario con Gladys Knight y los Delfonics, The Coasters, The Four Tops y The Impressions, pero hubo dos encuentros impresionantes.

El primero con Smokey Robinson. Cuando se acercó hacia nosotros no podíamos creer que estuviera allí perdiendo el tiempo con nosotros. Cuando se marchó, ¿saben de qué hablamos? De sus manos. “¿Sé dieron cuenta de lo suaves que son sus manos?” Susurró Michael. “Son más suaves que las de mamá!” añadió.
El segundo fue cuando fuimos invitados al camerino “sagrado” de Jackie Wilson. Para nosotros era sagrado porque era el Elvis negro antes de que surgiera el Elvis blanco.

Fue Michael quien le asaltó a preguntas, primero educadamente, preguntándose si le contestaría a alguna. “Seguro, adelante chico,” dijo Jackie. ¿Qué sientes cuando estás en el escenario? ¿Cuánto tiempo ensayas? ¿Cuándo empezaste a actuar?.

Joseph nos dijo que alguna de las canciones de Jackie Wilson habían sido escritas por Berry Gordy y una de ellas, “Lonely Teardrops”, había sido el primer número uno del señor Gordy.

En nuestros encuentros con estos artistas supimos que estaban en el nivel en el que nosotros queríamos estar. Me gustaría recordar todas las perlas de sabiduría que cada uno dejó en nosotros, pero están escondidas en algún lugar de mi mente. Michael almacenó todas esas influencias absorbiendo cada detalle –el modo en que caminaban, hablaban, se movían- los observaba en el escenario; las palabras de Smokey, los pies de Jackie, y camino a casa nos decía: “sé dieron cuenta de…”, “escucharon cuando dijo…” o “vieron a Jackie hacer ese movimiento…” Mi hermano era un maestro estudiando a la gente y nunca olvidaba nada, llenando su mente con una carpeta mental que podría haber llamado “Grandes Inspiraciones e Influencias.”
***

Marlon se convirtió en la excusa para que Joseph nos hiciera ensayar mucho más tiempo. Aunque más adelante pudimos ver una razón más profunda para ello.

Pero si James Brown ponía multas a sus Famous Flames cada vez que cometían un error, Joseph prefería los azotes.

Una vez que Marlon no podía aprender bien un paso le dijo que saliera afuera a recoger una rama de un árbol. Sabíamos que era para pegarle con ella. “Cuando te olvidas,” ladraba Joseph, “esa es la diferencia entre ganar y perder!” Mientras le azotaba detrás de las piernas, Michael salía corriendo y llorando, incapaz de mirar.

Pero Marlon volvía a equivocarse y, tratando de ser más listo, se tomaba su tiempo para buscar una rama más fina y gritaba más alto de lo que en realidad le dolía. De ese modo el azote acababa antes. Michael le consolaba diciéndole, “Lo estás haciendo bien, lo conseguirás, sigue así.”

En los recreos de la escuela, Michael aprovechaba para enseñarle diferentes movimientos. Como les gustaban mucho las películas de Bruce Lee, Michael se llevaba al colegio los palos de artes marciales –nunchaku- y camino de la escuela los utilizaban para practicar fluidez, flexibilidad y gracia de movimientos. Creo que por eso Marlon se convirtió finalmente en un consumado bailarín; era el más tenaz de todos nosotros y nunca dejó de intentarlo, además de dedicarle una cantidad extra de horas.

Pero Michael odiaba que Joseph usara su propia medida de calidad para juzgar la de su hermano. El modo en que su escrutinio sin perdón siempre planteaba la duda de si algo era lo suficientemente bueno.
Quizás el resentimiento que todo ello avivó era lo que estaba detrás de su rebeldía. Durante los ensayos, si Joseph le pedía que hiciera un cierto paso o intentara un nuevo movimiento, Michael, cuyo estilo libre requería una falta total de instrucciones, se negaba. Michael se convirtió en uno de esos chicos que se ponía tirante ante una orden; atreviéndose más allá de lo que lo hacíamos ninguno de nosotros. Ello hacía que, inevitablemente, recibiera el azote.

Con el tiempo, Joseph se daría cuenta de que el azote no era la mejor forma de manejar a Michael porque eso le hacía salir corriendo a esconderse en el dormitorio, bajo la cama, negándose a salir y haciendo perder el tiempo de ensayo. Una vez le gritó a la cara que no volvería a cantar de nuevo si le ponía la mano encima. Nos tocaba después a los hermanos mayores calmarlo y persuadirle con caramelos.

Pero no todo eran lágrimas y rabietas, no hay que olvidarse de que Michael era un gran bromista. Viendo a Los Tres Chiflados aprendió cómo hacer el tonto y le encantaba bromear. Solía poner esa cara con los ojos abiertos de par en par y al mismo tiempo resoplando con las mejillas y frunciendo los labios. Una vez que Joseph me estaba riñendo, Michael estaba detrás de él poniendo esa cara. Yo empecé a reír burlonamente y Joseph gritaba, “Chico, ¿te estás riendo de mí?!” En ese momento, Michael ya había salido corriendo a nuestro dormitorio fuera de su vista.



El estilo disciplinario y el genio de Joseph no ganarían ningún apoyo hoy día, pero cuando vuelvo a mis años adolescentes, empiezo a comprender la razón que había detrás de los azotes.

No lo sabíamos entonces, pero nuestros padres estaban preocupados por la creciente violencia de pandillas juveniles de mediados de los sesenta. El Departamento de Policía de Indiana creó una Unidad especial contra bandas y se dieron charlas en la escuela sobre armas automáticas además de vigilancia del FBI en las barriadas. En Chicago, fueron tiroteados 16 jóvenes en una semana, dos de ellos mortalmente.

En el Regal Theater se llegó al extremo de contratar policías uniformados para patrullar la entrada y las taquillas porque las bandas estaban aterrorizando la región. Todo eso llega a los oídos de todos los padres en la fábrica de acero. Joseph no solo estaba decidido a librarnos de la vida de sufrimiento en la fábrica, sino también a mantenernos apartados de las bandas.

Los gansters cazaban a las personas sensibles (y todos nosotros lo éramos) y en una ciudad con una alta tasa de divorcios y con chicos con poco respeto a sus padres, formar parte de una banda daba a muchos chicos un sentido de pertenencia, de familia, y una oportunidad de ganarse el amor de sus “hermanos.”
Eso, y que nos pudiera pasar algo terrible, era lo que Joseph temía. Su miedo aumentó cuando Tito fue atacado un día camino a casa desde la escuela por el dinero de su almuerzo. Lo primero que escuchamos cuando entró por la puerta fue que un chico había intentado matarle.

Joseph respondió haciendo dos cosas: se aseguró de que tuviéramos un objetivo; teníamos que ensayar constantemente, lo que significaba que teníamos que llegar a casa y no podíamos salir a jugar a la calle. Y volvió el miedo hacia sí mismo, convirtiéndose él en el tirano en casa, previniéndonos así de someternos a los tiranos de la calle. Y funcionó: le temíamos a él más que a ningún gánster de la calle.

Michael notó que Joseph al principio tenía más paciencia con nosotros, pero después la disciplina se endureció. El momento coincidió con el aumento de la violencia callejera. En nuestra infancia, aparte de un par de amigos, nunca jugamos más que entre nosotros.

Tito y yo volvíamos del colegio por la zona donde las bandas se congregaban, en Delaney Projets. Un día vimos a un oficial de policía parado delante de una gran mancha de sangre en la nieve. Le preguntamos qué había pasado y nos dijo que no lo querríamos saber. Pero como niños que éramos le presionamos y nos contestó con una palabra rara, que al llegar a casa pudimos traducir como “decapitado.” Alguien había sido decapitado. El horror se dibujó en la cara de mamá cuando le dije que los chicos de las bandas no eran tan malos: nos saludaban dándonos reconocimiento por ser los Jackson 5. Poco después, los chicos se empezaron a reunir cerca de nuestra calle. Una vez, escuchamos un disparo. “Abajo todos!” gritó Joseph. Dentro de casa todos besamos la alfombra. Escuchamos dos disparos más y debieron pasar unos 15 minutos antes de que Joseph decidiera que ya no había peligro. “¿Ven ahora lo que les he estado diciendo?”, dijo.

Joseph era un hombre con el corazón de acero pero con una dedicación dirigida hacia algo bueno. Michael se lamentaba de no haber tenido más presente a un padre que a un manager, pero hay un hecho irrefutable: nuestro padre crio a nueve niños en medio de un ambiente de alta criminalidad, drogas y bandas callejeras y los dirigió hacia el éxito sin que ni uno solo descarrilara.

Michael era el más sensible de los hermanos, el más frágil y el más alejado de las maneras de Joseph. En su mente joven, lo que Joseph hacía no era disciplina, era falta de amor. Ninguno de nosotros criaría de la misma manera a nuestros hijos hoy día. Pero si él hubiera realmente abusado de nosotros no seguiríamos hablando con él, como Michael lo hizo hasta los ensayos de This Is It, en 2009. Él había perdonado a Joseph y no suscribía la idea de que habíamos sido “abusados.”

En 2001, Michael ofreció un discurso a los estudiantes de la Universidad de Oxford sobre padres e hijos. “He empezado a ver cómo la dureza de mi padre fue una clase de amor, un amor imperfecto, pero amor, no obstante. Con el tiempo, siento ahora una bendición. En lugar de ira, he encontrado la absolución… reconciliación… y perdón. Hace casi una década, fundé Heal the World. Para curar al mundo tenemos que curarnos primero a nosotros mismos. Y para curar a los niños tenemos que curar primero al niño en el interior de cada uno de nosotros. Por eso quiero perdonar a mi padre y dejar de juzgarle. Quiero ser libre para pasar a una nueva clase de relación con mi padre por el resto de mi vida, libre de los duendes del pasado…”

***
A pesar de lo mucho que hablaba Michael del miedo que tenía a Joseph, le gustaba llevarlo al extremo. Entre los seis y los diez años, su amor por los caramelos le propulsó en una misión que, para él, fue como entrar a la cueva del oso mientras duerme. Cada mañana, antes de ir a la escuela, y con Joseph durmiendo después de hacer un turno de noche, enviábamos a Michael a coger cambio de los bolsillos de los pantalones que había dejado en el suelo del dormitorio. Jackie, Tito, Marlon y yo nos quedábamos contra la pared haciéndonos callar unos a otros y tratando de no reírnos mientras Michael se arrastraba por el suelo lentamente en la oscuridad. Al poco tiempo, Michael salía con algún cambio y nos íbamos corriendo de la casa gritando entusiasmados por haber llevado a cabo otra misión con éxito. A veces eran solo unos centavos pero otras eran algunas monedas de diez y veinticinco centavos.

A lo largo de nuestra infancia creímos que éramos unos chicos valientes hasta que nuestra madre nos dijo años después que ella y Joseph se quedaban en la cama mirando con los ojos bien abiertos y sonriendo mientras escuchaban a Michael arrastrándose hasta la puerta.



Continuarás…




No hay comentarios.:

Publicar un comentario